Rilke y la actitud del poeta

Rilke y la actitud del poeta

Para el creador no existe la pobreza ni ningún lugar pobre o indiferente. 

En sus recomendaciones a un joven poeta, Rainer Maria Rilke destaca que una condición esencial para hacer poesía es adentrarse en uno mismo, en vista de investigar la razón del por qué escribir y de si existen raíces emotivas para hacerlo. Esto se relaciona con el valor de una obra de arte, el que depende si esta surgió o no de la necesidad, es decir, no depende tanto de su resultado como sí de su origen. 

Lejos de cálculos racionales, el artista debe madurar lentamente, aprendiendo pacientemente del día a día y, en el caso del poeta, a escribir en estado de celo, bajo estados constantes de sufrimiento y deseo. El poeta no solo debe escribir sobre estas emociones, sino que también debe padecerlas. Rilke sostiene que para escribir ha de vivirse todo, incluidas las preguntas, en espera de que algún día podamos responderlas. 

Pero para esto, el artista tendrá que abrazar una soledad grande e íntima, pues no debe encontrarse con nadie para lograr encontrarse a sí mismo. Y en sus esporádicos contactos con el resto del mundo, deambulará entre ellos como niño, siempre ajeno a sus absurdas y miserables preocupaciones, las que se alejan cada vez más raudamente de la vida.  

El extrañamiento que produce el dejar atrás las costumbres y las antiguas identidades permiten también desprenderse de viejos temores y deseos, viendo las cosas en el vacío y como juguetes rotos. Da igual que lo externo se desgrane, pues el verdadero mundo es el interior. El exterior, destaca Rilke, va desapareciendo y empequeñeciéndose cada vez más.  

Como un espectador omnipresente, el poeta ha de estar en todas partes, mirándolo todo, pero siempre desde dentro. Mientras todo se derrumba, siempre tiene la postura de aquel que se marcha o que, en realidad, nunca estuvo del todo presente. Como aquel que sobre la última colina que le muestra de nuevo su valle al completo se vuelve, se detiene, se demora, así vivimos y siempre, según Rilke, nos estamos despidiendo. 

Eduardo Schele Stoller. 

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