En el universo del teatro, el concepto de la “cuarta pared” se refiere a una suerte de barrera impenetrable que separa el espacio en el que se desarrolla la acción dramática del mundo real. Debe entenderse, por tanto, como una frontera imaginaria que establece los límites entre lo real y lo virtual y que asegura, en cierto modo, la prevalencia del pacto de ficción entre personajes y espectadores. Este recurso establece, de modo tácito, que ni personajes ni espectadores podrán generar interacción alguna desde sus respectivos mundos asumiendo, a partir de ello, que el vínculo establecido, mientras se desarrolle la acción dramática, estará basado fundamentalmente en la contemplación.
A pesar de lo anterior, existen ciertas corrientes de las artes escénicas que fisuran de modo imperceptible y también deliberado, el espeso muro construido a través del tiempo por los dramaturgos tradicionales y que permiten asomarse a observar y vivenciar de manera peligrosamente intensa lo que existe más allá de esta mítica línea imaginaria.
Es el caso del teatro del absurdo, subgénero que surge a mediados de la década de 1940 de manera prácticamente simultánea en Europa y Estados Unidos como una consecuencia de la devastación generada por la Segunda Guerra Mundial y la evidente desmantelación del mundo hasta entonces conocido.
Con una marcada influencia de movimientos vanguardistas como el dadaísmo y el surrealismo además de una irrefutable proximidad con planteamientos ligados al existencialismo, este teatro propone un cambio de paradigma estético en lo que a artes dramáticas se refiere, pues instala la idea de que el mundo escenificado no debe necesariamente distanciarse de la realidad del espectador, sino más bien, deconstruirla obligando al destinatario de sus mensajes a participar de la resignificación de conceptos que, históricamente, han sido generados desde la cultura y la tradición para resguardar al ser humano de la incertidumbre. De esta manera, nociones como política, justicia, religiosidad, familia, ciencia e incluso la idea de lenguaje serán desarticulados en estas obras, para evidenciar, mediante ello, la necesidad urgente de que el espectador repiense la realidad y de ese modo se aproxime a la idea de transformarla.
Dentro de esta variante del teatro contemporáneo, destaca la obra del filósofo y dramaturgo español José Ricardo Morales (1915-2016) quien, rescatando en sus creaciones las influencias y el estilo de la vanguardia europea, elabora una propuesta sustentada en el contraste entre los tópicos del teatro clásico con aspectos esenciales de la modernidad poniendo especial énfasis en temáticas como la deshumanización y la violencia social como resultado de las acciones y decisiones de quienes ostentan el poder.
En la obra Cómo el poder de las noticias nos da noticias del poder (1971), Morales nos invita a asomarnos a un mundo en el que la prensa y la política se disputan permanentemente el control de las mentes y las vidas de quienes habitan en él, elaborando estrategias, alianzas y conspiraciones que se van tramando y profundizando a lo largo del desarrollo de la acción, mediante diálogos delirantes y cargados de potentes mensajes alusivos al modo en que los poderes fácticos intervienen en la vida de la sociedad tributando a sus propios intereses.
De esta forma, la obra va deshilvanando una trama distópica en la que los personajes centrales (el ministro y el periodista) intercambian los roles de protagonista y antagonista de manera sistemática, disputándose el poder y la figuración pública a partir de una serie de estrategias burdas y retorcidas enfocadas hacia la manipulación del resto de los seres que habitan este mundo los que son presentados, magistralmente por Morales, como simples marionetas al servicio de los deseos y necesidades de quienes pretenden anular su voluntad.
El sentido de esta obra apunta hacia la necesidad del dramaturgo de modificar la sensibilidad del espectador respecto de la experiencia teatral para resignificar su rol de mero decodificador de los mensajes entregados, obligándolo a participar de lo visto desde su propia experiencia del mundo pero ya no como individuo sino más bien como ser social, instándolo a abandonar la comodidad de su posición de observador en la oscurecida sala de teatro y a implicarse en la construcción de una mirada crítica de la trama que, al final, no es otra cosa que su propio mundo escenificado. En esto último radica el derrumbe de la cuarta pared, pues en la medida de que el arte sea entendido como algo más que un producto estético para alimentar el espíritu de quien lo recepciona o la vanidad de quien lo crea, los ladrillos de ese muro imaginario irán cayendo uno a uno permitiéndonos ver, en la ficción del espacio dramático, aquello que, a menudo, nos hace falta subvertir y transformar en nuestra distorsionada realidad.
Andrea Hidalgo.