Años antes de que la espectacularidad y los efectos del boom de la literatura latinoamericana trascendiera las fronteras de este continente, el autor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) publicaba un compendio narraciones que, sin sobrepasar las doscientas páginas, se transformaría en uno de los pilares más sólidos e indelebles de la tradición literaria contemporánea de este lado del mundo.
Luvina, cuento inscrito en el marco de la primera obra de este autor, El llano en llamas (1953), es quizás uno de los relatos que mejor incuba el germen que permitiría instalar, al interior de las obras literarias, una suerte de perfecta correlación entre la realidad histórica y la realidad mítica del continente lo que, años después, se convertiría en el sello característico de toda una generación de autores cuyos nombres aún resuenan con fuerza cuando de evocar la tradición literaria se trata, al menos en estas latitudes.
La historia de Luvina es simple, sin artificios, basada en el diálogo/monólogo de un personaje quien, a través de su relato, va desplegando la construcción del real protagonista de sus líneas, uno que no fue construido a partir de su psicología o de sus acciones, ni mucho menos a partir de sus dichos, uno que permanece quieto y mudo dejando que su sola existencia desate el devenir de los acontecimientos.
En Luvina quien protagoniza el relato es el espacio, dando luces respecto del desarrollo de la trama, connotando y poblando el mundo presentado. El narrador sólo es un puente que, impulsado por el ambiguo y engañoso sesgo del recuerdo, nos sumerge en la soledad y devastación de un lugar que pareciera estar suspendido en el tiempo.
El pueblo se encuentra situado en medio de montañas, en un lugar seco y hostil en el que sólo el viento pareciera sentirse a sus anchas y en el que lo más parecido a la esperanza es la muerte. Luvina es un lugar de tránsito, habitado sólo por viejos, mujeres y también por los que no han nacido. Los hombres que allí se hicieron tales, van y vienen una vez al año (como si fuese un ritual) llevando y trayendo provisiones a quienes que se quedaron y sembrando hijos a los que nunca verán crecer porque no volverán allí jamás. Esos hijos, cuando crezcan, también se irán, mientras los que se quedan permanecerán detenidos en el tiempo sentados en las puertas de sus casas mirando cómo el sol sale y se pone todos los días, todos los años, del mismo modo, sin fin.
Este relato recoge y sintetiza la pérdida del sueño, la soledad y el abandono de una Latinoamérica distante de las grandes urbes y del mundo que en ellas se vive, ese que avanza frenético y vertiginoso en pos de la materialización del progreso y la consolidación fallida de una modernidad que, en realidad, nunca llegó del todo. El retrato del continente que en este relato se dibuja, es el del mundo rural, abandonado a su suerte, marginalizado por la avasalladora geografía y por el precario acceso a las oportunidades de desarrollo social y cultural de quienes forman parte de él.
La historia de este universo construido en pocas líneas por Juan Rulfo bien puede interpelarnos, en el contexto de nuestro presente, a pensarnos más allá de la creciente, pretendida y falsa identidad que nos hemos abocado meticulosamente a construir como sociedad latinoamericana durante las últimas décadas. Ese autoconcepto erróneo que nos hace creer que hemos superado nuestras problemáticas a fuerza de adopciones de modelos foráneos que no han hecho más que diluir la verdadera esencia de lo que en realidad somos.
Los habitantes de Luvina no son otra cosa que pálidos reflejos de nosotros mismos, transitando de modo errático en busca de una identidad con la cual, como latinoamericanos, quizás no tengamos reales deseos de encontrarnos, porque la verdad es que no nos parecemos al resto del mundo, pero mientras seamos incapaces de asumirlo y de ser conscientes de ello, seguiremos como los personajes de esta historia, detenidos en nuestro propio purgatorio, atrapados en el límite difuso entre la realidad y lo imaginario, en el espacio indeterminado de un no lugar sin tiempo.
Andrea Hidalgo.
y ahora aparte del místico abandono de la vida rural, y el vertiginoso río de almas solitarias de las metrópolis, está la nueva experiencia de “vivir” en lo virtual.