El espejo de Cortázar

El espejo de Cortázar

A veces, el ejercicio cotidiano de mirarnos en un espejo despierta en nosotros una especie de contradicción. Una sensación de que el acto trivial de retener por breves instantes en la retina la propia imagen, puede hacernos dudar de la precisión e incluso de la veracidad de ese reflejo.

El no reconocerse en el espejo pudiera ser entendido, en un primer momento, como un accidente, sin embargo, cuando la sensación de que la imagen vista no es la nuestra persiste prolongándose en el tiempo, esa percepción, que al inicio pareció casual, se vuelve inquietante.

Con los relatos de Julio Cortázar suele ocurrir lo mismo. El mundo presentado, se despliega ante los ojos del lector como si fuese un enorme salón de espejos, en el que el transcurrir de los acontecimientos, pareciera distorsionarse sistemáticamente como si un péndulo imaginario hiciera oscilar a sus personajes entre lo que verdaderamente son y lo que proyectan ser.

Es así que en la obra de este autor, las imágenes/reflejos de la realidad tienden a entrelazarse y a confundirse deliberadamente como si la secreta intención detrás de ello, fuese desafiarnos a descifrar lo que subyace en la mente de sus personajes y también en la de nosotros mismos.

En el relato Las armas secretas (1959), Julio Cortázar nos confronta con personajes que deambulan perdidos y cegados por este laberinto especular, transitando de modo permanente entre un mundo de inofensiva cotidianeidad y también de oscuros pasadizos ocultos en su inconsciente.

En el centro de este mundo de engañosos reflejos está Pierre, el protagonista de esta historia, quien concibe su existencia como un ejercicio mecánico, aprendido, en el que cada acción y decisión de vida parecieran ser sólo eventos predecibles y necesarios para mantener en equilibrio la rutina de su hacer. De esta forma, la vida se presenta para él como una suerte de trámite odioso e ineludible que lo agobia y desconcierta aun cuando asume (estoicamente) que poco y nada puede hacer para modificarla.

Es en este momento de la narración en el que la tensa calma de la existencia de Pierre comienza a verse alterada por imágenes incomprensibles que se cuelan en su mente. En un principio de modo esporádico y luego de manera recurrente y caótica. Imágenes sin referente alguno en su realidad inmediata, ni en su pasado ni en su presente, que lo descolocan y desconciertan pero por las cuales, secretamente, siente una extraña fascinación hasta el punto de reconocer en ellas cierto grado de familiaridad.

Buscando respuestas a este perturbador descubrimiento, Pierre realiza un día el simple ejercicio de mirarse en el espejo. Ve su reflejo pero no se reconoce. Sin embargo, extrañamente, las imágenes que lo habían obsesionado desde hace un tiempo se suceden progresivamente y comienzan a adquirir sentido.

Visualiza su rostro y su cuerpo pero siente que es otro, uno distinto, uno que se distancia de la idea de asumir la vida como un mero devenir de acontecimientos, uno que se permite experimentar y llevar a cabo sus pensamientos y deseos de una manera distanciada del “deber ser”.

Al final del relato y seducido por su propio reflejo, Pierre quedará atrapado para siempre en la imagen de sí mismo (esa que ya no reconoce) reflejada en el espejo, entregándose ahora a vivir de un modo diferente, relevando oscuras obsesiones y dando un giro insospechadamente trágico a su existencia.

La decisión de Pierre en Las armas secretas no es más que uno de los tantos caminos a través de los cuales Cortázar nos conduce (por medio de su prosa) a internarnos en los lugares menos conocidos de nuestra mente, esos de los que a menudo renegamos quizás por miedo a descubrir quiénes somos en realidad. Lugares que nos evocan la curiosidad, la fascinación y el miedo de hurgar en nuestra esencia aun cuando sabemos (o al menos intuimos) las peligrosas consecuencias que ello puede acarrear para la preservación de nuestra pretendida (y tantas veces vacía) calma cotidiana.

El espejo de Cortázar nos invita a recordar el origen del significado de lo que supone e implica la genuina reflexión que, finalmente no es otra cosa, que ser capaces de volver de vez en cuando hacia nosotros mismos y atrevernos a contemplar nuestro propio reflejo aunque ello, muchas veces, nos obligue a confrontarnos con aspectos de nuestro ser que quisiéramos simplemente no mirar ni mucho menos asumir.

Andrea Hidalgo.

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