“Las moscas bordoneaban sobre ese vientre podrido, del que salían negros batallones de larvas, que corrían cual un espeso líquido a lo largo de aquellos vivientes harapos…”
De vez en cuando, la literatura incluye dentro de sus filas autores cuya propuesta fractura el canon existente resignificando el concepto de lo que, aun hoy, asociamos con lo bello. Es el caso de Charles Baudelaire, poeta maldito de la segunda mitad del siglo XIX quien, definido como un aficionado a la decadencia de la condición humana, propuso y plasmó en sus obras un profundo replanteamiento de la estética de la poesía: el descubrimiento de la belleza en lo no bello.
Con la publicación de su obra Las flores del mal (1857), Baudelaire irrumpe con una poética provocadora e inquietante, desmarcada de todo parámetro epocal en la que se desliza una propuesta transformadora en relación a la mirada estética tradicional acerca del mundo. En el marco de esta obra y como materialización de lo anterior, el poema Una carroña entrega al lector la posibilidad de comprender que es viable fusionar elementos de la lírica tradicional con temáticas que desafían el paradigma estético-poético instalado por la tradición. Mediante el uso de tópicos familiares a un lector de poesía tradicional, el autor logra hacernos entrar en un doble juego de imágenes que contrastan de modo abrupto y progresivo entre sí, manteniendo al receptor en una permanente oscilación entre lo bello y lo feo.
El sentido de los versos que conforman este poema, es susceptible de ser construido sólo comprendiendo que, lo que Baudelaire intenciona al exaltar lo feo, es la búsqueda urgente de una reflexión del lector acerca de la fragilidad de su propia existencia y que, por ende, la selección de términos y la construcción de imágenes del mundo lírico mediante estos, no es más que un recurso para conducirnos hacia un estremecimiento en función de lo leído lo que generará en nosotros la necesidad de comprender esa imagen y apropiarnos del sentido estético que dicha construcción persigue despertar.
Por otro lado, en la medida de que la obra va desplegando su sentido por construir mediante el uso de palabras que se vuelven cada vez más cruentas en cuanto al grado de precisión descriptiva, es posible conectarse con la idea de que el autor, indefectiblemente, busca relevar la noción de lo feo por sobre la de lo bello.
Esta intención responde sin duda, a un aspecto medular de la lírica de Baudelaire, quien declara a través de su obra (y también de su propia vida) un deseo de evidenciar un sentido de no adherencia a los valores que la sociedad burguesa de su época promueve. Existe entonces en este poema, un claro propósito contracultural que sustenta su disenso en la apropiación por parte de la literatura del concepto de lo feo, para exponerlo al mundo como un componente más de la existencia humana.
De este modo, las imágenes descritas no deben ser entendidas desde una mirada pragmática ni cientificista, sino más bien como un objeto estético a partir del cual el autor representa la transitoriedad de la vida invitando con ello al lector a hacerse consciente de su propia naturaleza. No obstante lo anterior, y habiendo transcurrido más de 150 años desde la publicación de esta obra, muchos siguen detenidos en analizar el hecho de que Baudelaire haya escogido “estos temas” y “este lenguaje” para dar forma a su creación pues, desde la posición puramente observante (y escasamente contemplativa) desde que la mayoría de los seres humanos “valoran” el arte, el foco de atención sigue centrado en el objeto artístico y no en la forma en que éste es representado lo que explica que propuestas poéticas como la de Baudelaire continúen siendo materia de discusión y controversia.
A modo de reflexión final, resulta necesario concluir que mientras se siga insistiendo en comprender, interpretar y valorar el arte desde una visión reduccionista y cosificada, poetas como Baudelaire mantendrán intacto su lugar en la historia de aquellos que se aventuraron a desacralizar (para muchos al extremo de la profanación) el canon estético-literario. Asimismo y por fortuna, seguirá existiendo la urgencia para muchos de nosotros de revisitar sus versos cada vez que sea necesario conectarnos con la verdadera esencia de nuestra frágil y precaria condición humana.
Andrea Hidalgo.
De no existir lo feo, lo malo o lo caduco en nuestras vidas, difícilmente podríamos arribar a una conciencia crítica. Así lo han sostenido varios autores también desde la filosofía. Por nombrar algunos: Nietzsche con la necesidad del dolor, Heidegger con la llamada de la angustia y Cioran con el valor de la enfermedad. Sin estos elementos viviríamos en «el mundo feliz» de Huxley. Pero, ¿estamos dispuestos a transar la conciencia por la felicidad?
Al parecer, lo habitual suele ser concebir la felicidad como el hecho de prescindir de la conciencia y relevar todo aquello que produce satisfacción inmediata (o al menos la sensación de ella). Por lo mismo, es frecuente que se evite todo aquello que escapa al canon impuesto en relación a lo que debiésemos internalizar como lo bello o lo feo. No obstante lo anterior, pienso que la coexistencia entre felicidad y conciencia es posible y necesaria para, a partir de ambas, otorgar un sentido completo a nuestra experiencia vital.