En la Fenomenología del espíritu (1807) podemos ver cómo para Hegel la contradicción toma especial relevancia para dar cuenta del mundo y su desarrollo. Así como el capullo desaparece y es refutado con la floración, todas las formas que nos rodean van desplazándose unas a otras. Sin embargo, todas ellas representan momentos de una unidad orgánica, en la que no solo no entran en disputa, sino que también se necesitan unas a otras.
La cosa, destaca Hegel, no se agota en sus fines, sino en el proceso de su ejecución, es decir, en su devenir. En la medida que la filosofía se encamine en este estudio, podrá aproximarse a la labor de una verdadera ciencia, abandonando la mera contentación con la búsqueda de saber para ahora adquirirlo de forma real. Este precisamente será el propósito de la obra de Hegel.
Pero para lograr este objetivo, habrá antes que arrancar a los hombres de su anegamiento en lo sensible, esto es, en lo común y singular, para dirigir su mirada ahora hacia las estrellas, ya no limitándose solo presente, pudiendo incluso deslizar la mirada a un más allá de orden divino. El problema, destaca Hegel, es que tendemos a contentarnos con poco, renunciando a la ciencia, alejándose de la conceptualización y, por tanto, de la reflexión. No obstante, el espíritu lograría de igual forma madurar, lenta y silenciosamente, hacia una nueva figura, disolviendo trozo a trozo la arquitectura de su mundo precedente. De ahí la frivolidad y el tedio que irrumpen en lo existente. Es el comienzo de un nuevo espíritu, un vuelco revolucionario, donde el todo retorna dentro sí desde la sucesión y desde su despliegue, el concepto, que ha llegado a ser simple, de ese todo.
Lo verdadero para Hegel es el devenir de esto mismo, el círculo que presupone tanto su final como su meta. En este sentido, lo verdadero es el todo, la esencia que se acaba y completa a través de su desarrollo. Conforme a esto, lo absoluto, afirma Hegel, es un resultado, cuya verdad se despliega al final del proceso. En esto justamente consiste su naturaleza: en ser algo efectivo, ser sujeto, o en llegar a ser él mismo (la verdad llega a ser).
Aunque suene contradictorio, lo absoluto ha de concebirse esencialmente como resultado. Por esto también es que la razón se entiende como actividad conforme a un fin, tal como Aristóteles ya definía la naturaleza como una actividad conforme a fines, contando ello mismo como motor, como fuerza abstracta para mover el ser-para-sí o la pura negatividad. Es por esta razón que, para Hegel, lo efectivamente real, lo que existe, es el movimiento y el devenir desplegado, lo que se traduce en algo únicamente espiritual y a través de la ciencia, entendida como el puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro.
Lejos de esta ciencia del concepto puro está el espíritu inmediato, esto es, como conciencia sensorial. Sin embargo, Hegel destaca que cada momento de ascenso hacia lo absoluto ha de ser necesario para librarse de esta dimensión material. Pero esto no significa que no haya que examinar críticamente lo usualmente familiar y conocido. De lo que se trata aquí es de constatar en el sujeto lo universal e insuflarle espíritu, cancelando los pensamientos determinados y sólidamente fijados, en vista de que se fije la atención en el concepto como tal (ser-en-sí, ser-para-sí), llegando a esa libertad para moverse por su propia naturaleza, absteniéndose de injerir con incursiones propias en el ritmo inmanente de los conceptos, no inmiscuirse en él por el propio arbitrio o por alguna sabiduría adquirida de cualquier otro modo, esta contención es, señala Hegel, un momento esencial de la atención al concepto.
Lo propiamente humano radica así en aspirar a los pensamientos verdaderos y la intelección científica mediante el trabajo del concepto, único medio por el cual se puede producir la universalidad del saber. Y en la medida que la conciencia va impulsándose hacia delante, hasta su existencia verdadera, alcanzará, según Hegel, eventualmente un punto en el que se desprenda de su apariencia de arrastrar consigo algo extraño, donde la aparición, el fenómeno, se haga igual a la esencia, donde su exposición, por ende, coincida con este punto justo de la ciencia propiamente dicha del espíritu y, finalmente, al atrapar ella misma esta su esencia, designará la naturaleza del saber absoluto mismo.
Ahora bien, mientras se de en nosotros el saber inmediato, hemos de comportarnos de modo igualmente inmediato o receptivo, esto es, no alterar en él nada de cómo se presente, y mantener los conceptos alejados del acto de aprehender, pues este sería un paso necesario para llegar finalmente a un mundo suprasensible, al mundo verdadero.
Centrándose ahora más en el sujeto, Hegel nos dice que la autoconciencia es en y para sí en tanto que sea en y para sí para otro; es decir, solo es en cuanto que algo reconocido. Aquí podemos dar cuenta de dos tipos de conciencias; una autónoma, a la que la esencia le es el ser-para-sí (antítesis); otra, la no autónoma, a la que la esencia le es la vida o el ser para otro (tesis); la primera representa la conciencia del amo, la segunda la del esclavo. El amo o señor es la conciencia que es para sí y que está mediada consigo misma a través de otra conciencia, a saber, aquella conciencia tal que a su esencia le pertenezca el estar sintetizada con el ser autónomo o con la cosidad en general.
Una diferencia radical entre amo y esclavo es que el señor se refiere mediatamente, a través del siervo, a la cosa, lo que le permite aniquilarla y gozarla; mientras que para el siervo la cosa tiene cierta autonomía, razón por la cual no puede acabar con ella hasta aniquilarla por medio de la negación; no quedándole más remedio que solo trabajarla. En cambio, el señor ha logrado intercalar al siervo entre la cosa y él. Separado del objeto, logra ahora disfrutar de estos.
Es por lo anterior que Hegel afirma que el señor puede ser-para-sí, pues se ha desprendido de la cosa, la ha negado, siendo la parte pura de la relación antes descrita; mientras que el siervo es una actividad no pura, es decir, inesencial. Pero Hegel sostiene que también la servidumbre llegará a completarse y cumplirse en lo contrario de lo que es inmediatamente; retrocediendo dentro de sí y volviéndose hacia la verdadera autonomía, pasando a tener la conciencia un sentido propio, precisamente a través del trabajo, donde, originariamente, solo parecía ser sentido extraño. Para llegar a esto se hace necesario sentir y resistir al temor absoluto, pues en tanto que no han temblado todos los rellenos de la conciencia, esta seguirá perteneciendo al ser determinado, estancada dentro de la servidumbre.
Se requiere inicialmente, según Hegel, del estoicismo, pues para para él esta doctrina representa la libertad que nos permite retornar a la universalidad pura del pensamiento; en cuanto forma universal del espíritu del mundo, la que solo puede aparecer en la época en que el temor y la servidumbre se han convertido en universales y en donde, además, se posibilita una cultura universal que eleva la práctica de formar y cultivar hasta el pensamiento. Esta conciencia pensante, destaca Hegel, es la negación inacabada del ser-otro: habiéndose retirado de la existencia para recogerse dentro de sí para negar posteriormente a ese ser-otro (escepticismo). A partir de que la autoconciencia ha captado el concepto de sí, se comprende que su fin y esencia son la compenetración en movimiento de lo universal. Este es el proceder de una «conciencia infeliz », la que necesariamente debe antes desgarrarse a sí misma en una ilusión insostenible, en la dualidad interior, en su intento de alcanzar la libertad.
Eduardo Schele Stoller.