La última obra del escritor francés Michel Houellebecq nos muestra una realidad asfixiante y carente de sentido. Mediante su personaje principal, Florent-Claude Labrouste, “Serotonina” nos relata cómo la rutina, aunque sea exitosa, nos lleva de igual forma al hastío y el aburrimiento, no quedando más que dejarse llevar por las circunstancias, carentes de cualquier tipo de control o voluntad indivdual. De ahí que a Labrouste no le importara soportar náuseas, escasez de libido e impotencia, todos efectos del Captorix, medicamento antidepresivo que libera serotonina, la supuesta hormona de la felicidad. Digo supuesta porque en Labrouste lo único que parece lograr es algún tipo de funcionamiento social, pero a cambio de un fuerte anonadamiento emocional.
La segunda aparte de la vida de Labrouste parece precipitarse por un barranco. Mientras funciona externamente, internamente está disociado de la realidad, disociación que no tiene salida, ni siquiera en la tragedia del suicidio, donde podría haber albergado algún tipo de liberación, la cual también trata de buscar en sus tortuosas relaciones amorosas. Estas, por más bizarras que fuesen, no le hacían romper el statu quo mental y emocional en el que se encontraba.
Ni el narcisismo, perversión e impudor de Yuzu pudo hacerlo escapar al agobio de la vida rutinaria. Desprovisto tanto de planes personales como de verdaderos intereses, decepcionado por su vida profesional y sentimental, carente de razones tanto para vivir como para morir, busca, como última chance, abandonar las responsabilidades que lo rodean y asumir una mayor libertad en sus acciones y decisiones, tratando de dejar todo atrás y empezar desde cero.
La ausencia de deseo puede ser patológica y malsana, donde se pierde el interés no solo de vivir, sino que también de morir, deambulando en un limbo reinado por la apatía y desapego. El problema es que este desapego no aplicaba solo ante lo material, lo cual podría ser incluso favorable, sino que también ante las personas, en ello radicaba la profunda soledad en la que vivía, por eso su última opción apunta a recuperar algún amor perdido del pasado, quizás allí podría alojar todas sus esperanzas, en el marco de un mundo tan inhumano, sin forma e incierto. En suma, lo que requería Labrouste era romper el automatismo de su vida, lo que lo había llevado a actitudes cada vez más erráticas, ideando incluso, por momentos, terribles delitos. Para construir su nueva vida, tendría que destruir varias otras. Era lo que el cálculo racional le decía, pues la emoción nunca se interponía entre sus decisiones.
La felicidad que nos parece vender la sociedad moderna tiene que ver precisamente con esto; un mero cálculo racional entre costos y beneficios, carente de emotividad, tanto positiva como negativa, pues ambos aspectos nos desvían del funcionamiento necesario para el engranaje social. Quizás este agobio de la excesiva conciencia y reflexividad nos explique, de tanto en tanto, las extremas acciones de irracionalidad que nos muestran las noticias diariamente, como posibles medios de liberación del dominio de lo racional, la moral y lo políticamente correcto, tratando de salir de la superficie neutra, sin relieve ni atractivo, viendo si así, finalmente, podemos sentir algo.
Eduardo Schele Stoller.