El odio de Zaratustra, nos dice Michel Onfray, se dirige hacia quienes rechazan el pensamiento trágico y prefieren adormecernos con ilusiones edulcoradas y peligrosas. Zaratustra reniega de dioses y amos, recibiendo solo aquello que aumente la energía, la fuerza y el poder propio. Mientras se avanza, es necesario desembarazarse de las sombras antes de que se vuelvan exigencias y obstáculos. Es en medio del caos donde debe prepararse la individualidad. La contención de Apolo suele aplastar al individuo a través de la necesidad, perdiendo esta fuerza, vitalidad y ganando en decadencia.
De lo que se trata, afirma Onfray, es de poder conducirse a sí mismo, solipsista, trágico, pero libre, moviendo, elevando, llevándonos desde lo vulgar hacia un estado noble, no adhiriendo a asociaciones, grupos y uniones que fabrican cristalizaciones e identidades sociales falsas, tales como la Familia, la Patria y el Espíritu. Según Onfray, todos esos ideales devoran la inteligencia, la conciencia y las razones singulares, regurgitando una increíble red de hilos pegajosos que aprisionan a las excepciones, las reducen y las convierten en ciudadanos dóciles y sumisos.
Lo religioso, por ejemplo, nos lleva a la amputación, a la castración de las energías, a su inclusión en instancias que las esterilizan, produciendo leyes, órdenes, reglas y mandamientos a los que es obligatorio subordinarse, en vista de obtener seguridad en el grupo. Por medio del contrato social, sostiene Onfray, la singularidad abdica para fundirse en crisoles conformistas. A través de las escuelas se termina por fabricar un hombre calculable, destruyendo la inteligencia en favor de la docilidad, atacando la libertad y el espíritu crítico.
Tal contrato, afirma Onfray, se traduce en servidumbre y esclavitud. Mediante la producción de doctrinas universalistas la sociedad castra todo lo singular e individual. Pero la idea es simple y llanamente un producto de la fisiología, la secreción de un cuerpo que manifiesta así el desborde de los flujos que lo recorren. Si bien las palabras hablan de cosas, no deben sustituirlas, si no se quiere caer en una operación de alquimia generadora de malentendidos que producen esquizofrenias. El nominalista debe criticar el culto a la abstracción, pues este desemboca en las alienaciones. Solo le importa, destaca Onfray, su propia singularidad y el conjunto de perspectivas que ella es capaz de mantener con la realidad fragmentada, desmenuzada y reducida a polvos de instantes. Y es que al nominalista no le interesa la idea que uno se hace de la realidad, pues prefiere la realidad misma.
La alienación, entonces, es el riesgo más temido, junto a la pasión igualitaria y normativa. Al que busca la construcción de uno mismo le encantan las diferencias, apreciando y demandando lo diverso. Disfruta de lo que disgrega y rehúye de lo homogéneo, a partir del cual se elaboran las servidumbres voluntarias. Es aquí donde Onfray llama a liberar los sueños, las obsesiones eróticas, transfigurar las fascinaciones por el crimen, dar libre curso a las quimeras, desear la utopía y someter la vida a ese ideal de un punto entre lo imaginario y los hechos reales, mediante una ética hedonista que permita convocar al derroche.
El objetivo es el dominio sobre el mundo, el triunfo del yo sobre la realidad. Una vida es sublime, concluye Onfray, cuando modifica, de alguna manera, la historia universal, cuando la singularidad moldea su tiempo a través de una fuerza prometeica, es decir, cuando el individuo deja de ser la caricatura de lo que produce su época.
Eduardo Schele Stoller.