Siempre que el vértigo me tienta, me parece que los ángeles se han arrancado las alas en el firmamento para expulsarme del mundo.
La sensibilidad frente al tiempo, nos dice Emil Cioran, tiene su punto de partida en la incapacidad de vivir el presente. Cuando se percibe el movimiento del tiempo se sustituye al dinamismo inmediato de la vida, por lo que dejamos de vivir en el tiempo para pasar a vivir junto a él, esto es, en paralelo. Mientras gozamos de perfecta salud asimilamos el tiempo, mientras que el estado de enfermedad nos disocia del mismo. Cuanto mejor se percibe el tiempo, señala Cioran, tanto más se avanza hacia el desequilibrio orgánico.
Cioran afirma que estar enfermo significa vivir en un presente consciente, en un presente translúcido en sí mismo. La enfermedad implica así una conciencia que nos lleva a una hipertrofia de la sensación de lo temporal. En este sentido, la enfermedad tendrá relación tanto con lo sublime como con el sufrimiento. Lo sublime nos acerca a lo inconmensurable como idea de muerte, esto es, con una crisis de la temporalidad.
El sufrimiento se entiende como la meditación de una sensación de dolor, y el filosofar, no sería mas que el meditar sobre tal meditación. Esto significa, según Cioran, la ruina del concepto y una avalancha de sensaciones que intimida todas las formas. Así, enfermedad, sufrimiento y tristeza cuentan como agentes de enajenación del mundo, pero en la medida que nos va alejando de todo, nos hace coincidir más con nosotros mismos. Producto de esto, nos dice Cioran, la tristeza es un aislamiento sustancial de nuestra naturaleza, a diferencia de la dispersión ontológica de la felicidad.
Cioran señala que es gracias a la tristeza que el pensador logra retorcer la vida por todos sus lados, proyectar sus facetas en todos sus matices, volver incesantemente sobre todos sus entresijos, recorrer de arriba abajo sus senderos, mirar una y mil veces el mismo aspecto, descubrir lo nuevo solo en aquello que no haya visto con claridad. Así, quien quiera practicar la lucidez ha de tener que convivir con la desesperanza. La melancolía, afirma Cioran, es una religiosidad que no precisa de lo Absoluto, un deslizamiento fuera del mundo sin la atracción de lo trascendente, ya que la melancolía cuenta como un delirio estético suficiente en sí mismo. Es quizás por esto que la humanidad tiende a huir y aborrecer la vejez, pues a través de los surcos de las arrugas de los adultos mayores no solo evidenciamos la enfermedad y el cansancio, sino que, por sobre todo, el paso del tiempo, el cual, como hemos visto, amenaza con acecharnos también a nosotros. Cioran se pregunta: ¿Acaso no cuelga el tiempo de las arrugas de la vejez y cada pliegue no es un cadáver temporal? ¿Puede alguien mirar el rostro humano serenamente en su ocaso?
La normal indiferencia con la que vivimos mientras creemos disponer de nuestro destino cambia radicalmente, nos dice Cioran, cuando tenemos conciencia de la enfermedad, pues mediante ella ya no podemos prever nada, al volvernos esclavos atormentados de las reacciones y caprichos orgánicos. Aparece así la incertidumbre. La paradoja de la enfermedad gira en torno a la libertad, ya que, si bien esta nos permite la libertad de pensar más allá de nuestro ser, también nos quita la libertad de disponer de nuestra vida desde lo fisiológico. La libertad aquí descrita es identificada por Cioran con el “vértigo”, pues este lo entiende como el síntoma específico de la superación de una condición natural y de la imposibilidad de seguir participando de la posición física ligada a ella.
El vértigo, afirma Cioran, es una especie de fin del hombre, una convulsión límite que al principio aparece como premonitoria y dolorosa, pero que después promete y estimula, que nos hace caer pero que a la vez nos purifica. A través del vértigo, parece que es el mundo el que sufre a través de nosotros. De allí quizás nuestros esfuerzos por “matar el tiempo”, esto es, combatir el hastío, ya que, afirma Cioran, la existencia solo se hace soportable en el equilibrio entre la vida y el tiempo, en ausencia de situaciones límite que nos lleve ante el dualismo de la temporalidad y la existencia.
Según Cioran, solo podemos vivir ya sea por encima o debajo del espíritu, es decir, en el éxtasis filosófico (vértigo) o en la imbecilidad. La lucidez es una vacuna contra la vida, vacuna que ostenta el borracho, el loco y el solitario, porque todos ellos sufren y, con ello, amplían su espíritu. Todo lo que es negativo, señala Cioran, es expiación y, como tal, conocimiento. Viven el vértigo de la revelación súbita: saberlo todo, y el escalofrío que sigue al no saber ya nada. De todas formas, los pensamientos ya han deshecho el universo y los ojos se han detenido en los yacimientos del ser. Cuando el tiempo deja de respirar, la vida nos parece extraña y que no nos pertenece. Pero es en esta agonía donde florece el espíritu, sobre las ruinas de la vida.
Eduardo Schele Stoller.