En Aurora, Nietzsche asume que su labor ha sido la de un hombre subterráneo, es decir, uno que taladra, socava y roe. Si ha descendido a lo profundo es para examinar y socavar la vieja fe sobre la que, durante milenios, la filosofía ha edificado sus endebles construcciones morales, ante las cuales, desde siempre, no nos era permitido reflexionar ni hablar, sino tan solo obedecer, puesto que sería inmoral criticar a la moral.
Es inmoral criticar a la moral. Nietzsche manifiesta aversión hacia toda clase de fe, cristianismo, romanticismo, patriotismo, esto es, contra cualquier tipo de idealismo europeo que, al tender hacia las alturas, nos rebaja constantemente. La moral se entiende como la obediencia ciega a las costumbres, correspondiéndose con la forma tradicional de comportarse y valorar. Donde no se respetan las costumbres, señala Nietzsche, no existe la moral; y cuanto menos determinan estas la existencia, menor es el círculo de la moral. En este sentido, quien se considere libre ha de ser inmoral, porque ha de depender siempre de sí mismo y no del uso establecido. Por esta razón es que lo “malo” se ha identificado con lo intelectual, con lo libre, lo desacostumbrado, lo imprevisto. La moral, por el contrario, requiere de obediencia y desindividualización.
Pero con el aumento del sentido de las causalidades necesarias, va disminuyendo paulatinamente el de la moralidad y, con ello, desechamos las causalidades imaginarias que servían como fundamento de la moral. Con esto, destaca Nietzsche, desaparece una parte del miedo y de la coacción que implican las costumbres, como así también la veneración y autoridad que estas disfrutan. La moral les quitaba la inocencia a los acontecimientos puramente fortuitos, asociándolos, desquiciadamente, con las ideas de culpa y castigo. Las creencias y costumbres que se justificaban en sus orígenes por lo útil o nocivo que podía resultar de ellas, la moral las santifica, venerándolas y volviéndolas incuestionables. Al oponerse que se formen nuevas y mejores costumbres, la moral no hace más que embrutecernos.
Todos aquellos que osaron violar con sus acciones la autoridad de las costumbres han sido denominados como criminales, muchos de los cuales se les consideró más tarde como buenos. Nietzsche señala que, debido a que sufrimos moralmente, nos negamos a asumir que tal sufrimiento pueda basarse en un error, de allí que nos inventemos un mundo verdadero más excelente, real y sólido que este. Preferimos sufrir con tal de sentirnos transportados por encima de la realidad, que vivir sin dolor, pero privados de ese sublime sentimiento.
Nietzsche destaca como bajo el imperio de la moral y de las costumbres, menospreciamos la verdadera realidad, refiriendo todos nuestros sentimientos elevados a un mundo imaginario y supuestamente superior. Ante este problema no cabría como solución dejarnos llevar por nuestros sentimientos y emociones, pues tras estos se encuentran también los juicios y apreciaciones morales, pero estos juicios no nos pertenecen, ya que, como toda moral, vienen impuestos desde fuera. Dejarnos llevar por nuestros sentimientos, advierte Nietzsche, equivale a obedecer a nuestro abuelo, a nuestra abuela y a los abuelos de estos, y no a nuestra razón y nuestra experiencia. Pero las palabras también nos obstaculizan el camino, las cuales, lejos de representar un descubrimiento, presentan obstáculos y problemas, pues ahora para llegar al conocimiento hay que ir tropezando con palabras, las que se han hecho duras, eternas y, en consecuencia, difíciles de romper.
A la mayoría, por ejemplo, la vida les parecería insoportable si no existiera “Dios” o si esta no tuviera un significado moral. A raíz de este temor, se deriva la necesidad de que haya un Dios y de que sea este el que asigne un sentido a la existencia. Pero el que requiramos de ideas para nuestra conservación en ningún caso implica la existencia de lo que deseamos. Es así como para Nietzsche sean la cobardía y la pereza las condiciones previas de la moral, pues esta nos salva de plantearnos los por qué y cómo de nuestros actos, llevándonos a la oscuridad con respecto a sus propios intereses.
La felicidad no puede ser guiada desde fuera del mismo individuo, pues los preceptos externos no hacen más que impedir la felicidad al llevarnos por senderos ajenos a los propios intereses. La moral se sitúa por sobre nuestra voluntad, pues, nuestros deberes, señala Nietzsche, no son más que los derechos que los demás tienen sobre nosotros, es decir, es el mínimo poder que los demás quieren que conservemos. Lo que busca la moral es la cohesión mediante el debilitamiento y supresión del individuo. En este sentido, se considerará bueno todo lo que responda o contribuya a la agrupación de personas. “Culpa”, “castigo”, “pecado” son ejemplos de este principio, nociones que chocan con lo que Nietzsche denomina como “demonio del poder”, el que nos tortura a través del deseo y la necesidad.
A pesar de estas limitaciones, Nietzsche no cae en el pesimismo, el cual considera como una enfermedad, asociado al envejecimiento prematuro y la fealdad. Abandonados a un escepticismo moral generalizado derivamos en el aburrimiento y la debilidad, nos sentimos roídos, carcomidos, cuando de lo que se trata es de salir más valiente y sano que nunca, esto es, con los instintos reconquistados.
No se trata, por tanto, solo de negar (escéptico), hay que aprender luego de esto nuevamente a afirmar, creando nuevas costumbres, cuidando, no obstante, caer en la ilusión y necesidad de un nuevo orden moral, mediante la cual sigamos amargando nuestra existencia. Debemos recordad, nos dice Nietzsche, que nos son las cosas las que nos afectan, sino las opiniones morales que nos hemos formado sobre estas. Hay que tomar las cosas más alegremente de lo que se merecen, así habla la valentía del conocimiento y solo así nos situaremos en la aurora de nuestra existencia.
Eduardo Schele Stoller.