Como toda gran obra literaria, Rayuela contiene un gran trasfondo filosófico. El análisis que aquí se propone sigue el orden saltado de capítulos que propone el mismo Cortázar, el cual muestra, a mi juicio, la esencia filosófica de la obra, la que girará en torno al cuestionamiento de la realidad, su absurdo y el lenguaje que utilizamos para dar cuenta de ella.
Horacio Oliveira, personaje central de la obra, parte haciendo una crítica al lenguaje de la literatura, donde todo no es más que escritura, es decir, fábula, al igual que a las conformistas verdades a las que llegamos a través de ellas. Oliveira pretende ir más allá de las técnicas puramente descriptivas, de las novelas del comportamiento, que no hacen más que enmascarar la acción. Detrás de cada acción hay protesta, pues en todo acto se admite una carencia, de algo no hecho todavía y que es posible hacer, la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta misma y no su máscara.
A Oliveira se le reprocha constantemente su manía por pensar demasiado las cosas, por la necesidad de que la reflexión deba preceder siempre a la acción. La Maga, su pareja en Francia, lo increpa diciéndole que es como un testigo, como el que va al museo y mira los cuadros. Los cuadros están ahí, cerca y lejos al mismo tiempo. Los demás no son más que cuadros para él. Cree estar, pero en realidad no está. Mira, pero no está. Oliveira representa así al filósofo, que contempla la vida como quien está en un museo, viendo las escenas y fenómenos como cuadros, todo esto desde fuera. A esto se le suma la disconformidad, la sensación de falta, de que si, por ejemplo, está leyendo algo, se pierde en ese instante de leer otras cosas.
Esta sensación de ausencia y carencia cotidiana hacían entrañar en Oliveira una profunda sensación de soledad. Por esto quería traer de su lado a la Maga, mediante sus juegos, sacrificios e, incluso, ritos sexuales. Si el camino no iba por la razón, el lenguaje y el pensamiento, quizás debía procurarse, entonces, inventar pasiones nuevas, tal como promoviera Nietzsche. La verdadera creencia está para Oliveira entre la superstición y el libertinaje, rechazando de paso todo lo que huela a idea recibida, a la tradición, a estructura gregaria basada en el miedo y en las ventajas falsamente reciprocas. Oliveira solo acepta de hombres y mujeres la parte que no ha sido plastificada por la superestructura social, aunque el mismo reconozca que también tiene el cuerpo metido en ese molde.
Pero esto genera sentimientos contradictorios en Oliveira, pues, a pesar de gozar viendo la vida desde fuera, también añora la experiencia del otro lado. De allí su obsesión con la Maga; la quiere porque no es suya, porque está del otro lado. Le atormenta su amor que no le sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, ya que él puede sostenerla a ella en un extremo, pero ella a él no del otro lado. Oliveira quiere un amor pasaporte, un amor que le sirva de llave para pasearse de lado a lado. Es en este marco que la lectura de Morelli -escritor que analizan los amigos de Oliveira- se vuelve esencial. Para él, la vida es como un comentario de otra cosa que no alcanzamos y que está ahí al alcance del salto que no damos. La vida sería un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real. La vida es el proxeneta de la muerte. Morelli veía en la narrativa contemporánea un avance hacia la mal llamada abstracción. La novela que a él le interesa no es la que va colocando los personajes en la situación, sino la que instala la situación en los personajes.
Oliveira comparte esta crítica a las ideas generales, a la abstracción (nominalismo). Pero al desnudarse de ellas, cae como víctima de la cosidad, es decir, es patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del mundo en que se vive. Le revienta la circunstancia, le duele el mundo. La misma Maga se da cuenta de esto, al indicarle que busca algo que no sabe lo que es, que tiene miedo, que quiere estar seguro de algo. Por su parte, Oliveira le reprocha a la Maga lo mucho que le cuesta captar las nociones abstractas, tales como las de unidad y pluralidad, pues todo debe sentirlo a través de ejemplos. Le recrimina que su vida no es una unidad. Ella reconoce que no, que solo son pedazos, cosas que le fueron pasando. Al carecer de metafísica, no podía compartir la angustia que le pesaba tanto a Oliveira, quien, además, se negaba al fácil estupefaciente de la acción colectiva para no pensar. Oliveira se sentía descolocado, sujeto a una excentración con respecto a una especie de orden que era incapaz de precisar. Se sabía espectador al margen del espectáculo, como estar en un teatro con los ojos vendados. Sus amantes no eran más que cómplices en una especial contemplación de la circunstancia.
De su lado, Oliveira ya no puede acostarse con las palabras. Las sigue usando como todos, pero las cepilla incansablemente antes de ponérselas. La Maga logra nadar los ríos metafísicos, mientras que Oliveira, desde fuera, los describe y define. Mientras él los busca desde el puente, ella, sin saber, los nada. No necesita saber, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Para igualarla, Oliveira debería vivir de otra manera, vivir absurdamente para acabar con el absurdo. Y es que el hombre pareciera no ser más que lo busca ser, proyecta ser, manoteando entre palabras y conducta. En Morelli esto se traducía en darse vuelta al modo de un guante, de manera de recibir un contacto con una realidad sin interposición de mitos, religiones y sistemas, ya que esta realidad no es ninguna garantía para nadie, salvo que se la transforme en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil.
Nuestro egocentrismo es una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que nos rodea para no caernos dentro del embudo. ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Pues para tranquilizarnos. Lo absurdo, en este sentido, no son las cosas; lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas. La razón solo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea.
Los cercanos a Oliveira suelen reprocharle que no hace más que buscar, pero llevando ya en el bolsillo lo que anda buscando, haciendo todo lo posible para que las cosas le renuncien. Para abrir un agujero hay que ir sacando la tierra y tirarla lejos. La ambición de Oliveira es la de la tabla rasa, una vuelta a empezar, pues ya le parecía monstruoso, inhumano, tener que tolerar el orden y regularidad del universo. Solía maginar, en cambio, un universo plástico, cambiante, lleno de azar, elástico. Aquí se critica a los surrealistas, quienes se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas. “Lenguaje” quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que empleamos nos traiciona, no basta con querer liberarlo de tabúes, hay que revivirlo, no reanimarlo. No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera. Del ser al verbo, no del verbo al ser. Si seguimos utilizando el lenguaje en su sentido corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día.
Nos venden la vida, nos la dan prefabricada. ¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Lo que Morelli busca es quebrar los hábitos mentales del lector. Pero para esto, la denuncia no se puede hacer dentro del sistema al que pertenece lo denunciado. Por eso el escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras en sí, sino la estructura total de una lengua, de un discurso. Lo que el persigue, señala Oliveira, es absurdo en la medida en que nadie sabe sino lo que sabe, una circunscripción antropológica. Los problemas se eslabonan hacia atrás, es decir, lo que un hombre sabe es el saber del hombre.
Todo esto es lo que representa la rayuela. En lo alto de esta tenemos el cielo. Abajo, la tierra. Es muy difícil llegar con la piedra al cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. El dibujo, la rayuela en general, puede representar aquí los límites del lenguaje. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para saltar las diferentes casillas, hasta que un día se aprende a salir de la tierra y remontar la piedra hasta poder entrar en el cielo. Lo malo, reconoce Oliveira, es que justamente a esa altura se acaba la infancia y, con esto, se alcanza la cúspide del lenguaje; la metafísica. Es aquí cuando se cae en la angustia y en la especulación de otro cielo al que también hay que aprender a llegar, olvidando todo lo que se necesitó para llegar a este cielo; una piedra y la punta de un zapato. El peligro de llegar al cielo es dejar de moverse en lo continuo (como hacía la Maga), para pasar a sentir la discontinuidad vertiginosa de la existencia y conseguirse percibir con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo pasa a descomponerse ahora en fragmentos, que se fragmentan a su vez cada vez más. Ya nada se consigue captar por medio de una noción definida.
Una vez en el cielo de la rayuela, siendo consciente del lenguaje, sus límites y construcciones, pareciera, señala Oliveira, que algo nos utiliza para hablar. Se produce aquí la sensación de que el cuerpo se queda tras de sí y que empieza a andarnos mal, que nos falta o que nos sobra. El alma, especula Oliveira, empujó quizás al hombre en su evolución corporal, pero se cansa de tironear y sigue sola adelante. Se rompe el alma porque su verdadero cuerpo no existe y la deja caer. Y es que el mismo cuerpo puede concebirse como creación del alma y de su lenguaje.
Todo esto lo ilustró muy bien Morelli, quien completó una página de su obra con la frase “en el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay”. La frase se repite dando la impresión de un muro, de un impedimento, de chocar con una barrera tras la cual no hay nada. Pero en una de las frases, advierte Oliveira, falta la palabra “lo”. Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa. Esta última idea nos puede decir mucho. A pesar de las limitaciones y arbitrariedades constatadas en el cielo de la rayuela, esto es, en los límites del lenguaje, no podemos evitar intentar seguir subiendo, imaginando y creando otros cielos, pues la tierra, la tan común y tradicional tierra, ya no nos basta como para volver. De allí que Oliveira, a pesar de su intento de crear puentes mediante personas que habitaban allá abajo, en realidad no le interesaba volver, sino que pretendía que los demás subieran donde él estaba. A pesar de los absurdos de la metafísica, es un absurdo superior al del sentido común. No por nada se encuentra en el cielo de la rayuela.
Eduardo Schele Stoller.
Hermoso análisis