El abogado y doctor en filosofía chileno Carlos Peña (1959-) destaca cómo nuestra cultura se ha obsesionado con las justificaciones de orden utilitarista. Empeñados en el quehacer, quedamos desprovistos, como destacara Weber, de toda trascendencia, quedando solo la rutina del trabajo y el consumo, es decir, lo que queda es un mundo desencantado. Las arremetidas contra la filosofía son síntomas de la visión técnica del mundo con su obsesión de hacer todo medible y cuantificable, donde se toma el representar cotidiano como el punto de referencia, razón por la cual el ejercicio filosófico parece claramente algo desquiciado.
El filósofo, afirma Peña, no se aviene con la utilidad de la época, ya que la utilidad requiere que uno se reduzca a la presencia de lo presente, esto es, a un hacer cotidiano, restringiéndonos solo a las cosas que tenemos delante de nosotros, a lo útil, a la mano. La filosofía, en cambio, es, en este sentido, un pensamiento inútil, pues no sirve a un propósito que alguien se forje al interior de una cierta constelación de significados. El útil no se determina desde sí mismo sino desde algo que le es heterónomo y a lo cual simplemente sirve. La utilidad acarrea así un mundo al interior del cual adquiere significado y al cual sirve. Esta servidumbre supone una certeza, certeza que precisamente la filosofía viene a cuestionar, debilitándola hasta hacerla parecer absurda. Aquí Peña coincide con Heidegger, al señalar que esta es una capacidad propia del ser humano, al poder trasladarse a sí mismo en andas, en vilo, sosteniendo una pregunta abierta, la pregunta por el ser que es.
La dificultad para realizar esta labor radica en que cada ser humano nace dentro de una cierta comprensión del ser que ya ha coagulado en la cultura disfrazándose como algo permanente y necesario. Los seres humanos, sostiene Peña, estamos primero atrapados por las cosas, hechos y sucesos que nos rodean, en medio de los cuales desenvolvemos nuestra vida, para solo después tener cierta conciencia reflexiva de esa experiencia. Es por esto que nos tendemos a mover en el mundo al interior de un entramado de útiles y de cosas sin pensar en ellas, al interior de un horizonte de funcionalidad y de sentido que captamos irreflexivamente y de golpe. Ser-en-el-mundo, destaca Peña, es decir, aparecer en un mundo de significados, es la condición para aprehender las cosas. Es cuando perdemos esa condición originaria, esos soportes de significados que nos permiten enlazar las cosas, cuando el mundo se revela como carente de sentido, como un puñado de cosas a las que no se reconoce. Esto es lo que precisamente produce la filosofía, al alejarnos de la ingenuidad natural o del hecho que las cosas son.
Peña señala que cuando los seres humanos se instalan en un mundo creyéndolo como garantizado, huyen de la condición que les es más propia; la de ser un ente que “abre un mundo”. Al recordarnos la fragilidad de nuestras creencias, la filosofía ejerce una forma violencia sobre nosotros, sacudiéndonos y mostrándonos que no hay garantía, inoculando así intranquilidad y desasosiego, removiéndonos el piso que sustenta nuestro supuesto orden y estructura. En palabras de Ortega, se trata de vivir sin ilusiones, de sentir delicia al contemplar las cosas en su desnuda realidad, de ajustar nuestras ideas a esta, como buenos navegantes, de ceñirnos al viento. La filosofía nos despoja de las ilusiones, mostrándonos que el gran secreto de todo es que parecía no haber ninguno.
La tarea de la filosofía afirma Peña, consiste en explicitar la estructura que hace que el ser humano sea un ente interpretativo, un ente que no puede sino interpretar, a sí mismo y las cosas. Sin ella, la cultura sería mera afirmación y nunca duda. Si el ser humano se lleva a sí mismo en andas sosteniéndose en una interpretación, de ahí se sigue que la realidad tal como es en sí misma no existe, pues ella estaría siempre envuelta en una interpretación. Si los seres humanos comparecemos atados a un mundo y luego lo tematizamos y describimos, la tarea de la filosofía consistirá en recuperar esa experiencia originaria de la que seríamos resultado.
Así, si bien la filosofía no tendría utilidad dentro de un mundo, si la tiene para el individuo que habita en él, pues le revela los endebles cimientos de la estructura que lo sustenta. Esta es una utilidad tanto ontológica como epistemológica, algo así como iluminar la caverna de Platón. Aun sin poder salir de ella, al menos de la mano de la filosofía seremos consciente de que habitamos en una caverna y de que existen muchas otras, invitándonos así quizás a mudarnos a una nueva. A quien no le parece útil la filosofía es porque sigue amarrado a la pared de su propia caverna, viendo sombras por realidades, conformándose con los sentidos y significados que les han sido dados, prefiriendo cualquier cosa antes que pensar por uno mismo y hacerse cargo de la propia existencia.
Eduardo Schele Stoller.