Como ha destacado el historiador inglés Martin Kemp (1942-), si la relación entre arte, artista y espectador ha ido variando a lo largo del tiempo, es porque los artistas se ven influenciados por los cambios materiales y conceptuales que tienen lugar en la sociedad. Platón, por ejemplo, menospreciaba la representación visual, al considerarla como un mero reflejo del mundo inteligible, esto es, una manifestación borrosa de realidades mentales y espirituales más elevadas. Para los griegos, en general, había una noción ideal de belleza. Esto cambia, destaca Kemp, en el arte renacentista, donde la convicción pasa a ser que la obra artística debe imitar a la naturaleza. En cualquier caso, el arte clásico siempre estaría imitando algo; ya sea el mundo idea o natural.
Pero las limitaciones para el artista también vendrían dadas por el financiamiento. Durante largo tiempo el arte vivió bajo la dictadura del mecenazgo, esto es, dependió de la protección o ayuda económica de alguien. Al liberarse de estos medios, el artista tuvo que ingeniárselas ahora para hacer llegar sus obras al público, es decir, a posibles compradores, críticos y espectadores. Pero para lograr esto, el artista debía llamar la atención, vendiendo el alma, como señala Kemp, en vista de poder entrar en el mercado del arte.
A pesar de que la obra pasó a regirse por los intereses del mercado, aun así, la liberación del mecenazgo le dio más poder al artista para plasmar en las obras sus propias visiones o interpretaciones sobre un fenómeno, y ya no la visión de quien paga por ella. Lo anterior podemos constatarlo en el impresionismo, doctrina artística que mediante sus pinturas buscaba plasmar efectos aparentemente transitorios, insustanciales y subjetivos, es decir, la experiencia inmediata del artista. Para Cézanne, por ejemplo, no se trataba de reproducir la naturaleza, sino de recrearla, dejando siempre en la obra un residuo abierto o inexplicable. Para Van Gogh, un cuadro recrea espontáneamente la experiencia visual de un color y un espacio perfeccionados con el fin de transmitir emoción. Mientras que Gauguin, destaca Kemp, buscaba una visión más sintética, en la cual la memoria actuase como filtro, construyendo sentidos de una manera simbólica. Munch, por su parte, buscaba una manera de pintar que expresara la angustia que formaba parte de su personalidad, siendo consciente de estar al borde del abismo de la locura. Es cosa de ver su obra más famosa, El grito.
Aun así, la liberación del mecenazgo no implica una necesaria liberación de intereses políticos y/o ideológicos de la época. Por ejemplo, señala Kemp, tras el futurismo podemos hallar el fascismo, tras el surrealismo, el comunismo, tras el dadaísmo, el anarquismo. En este último la relación es evidente, al ir el dadaísmo en contra del pasado y lo establecido por el mismo arte y los artistas. La norma para ellos era el no tener normas, esto es, el absurdo. Es el caso del famoso urinario de Duchamp, quien quitó a este objeto su función, para ser visto a través de un juicio estético. Duchamp, afirma Kemp, se orina en el mundo del arte, aunque dependa de él para obtener el impacto deseado. La obra de arte queda como un campo abierto a la interpretación, lo cual hace eco en la posmodernidad, periodo caracterizado por lo voluble, diverso, no unificado y anti programático.
A juicio de Kemp, bajo nuestra época el lenguaje se concibe como una especie de juego sin significado fijo y contenido definitivo, rechazándose los grandes relatos y emprendiendo la desconstrucción política del arte, analizando precisamente las obras como constructos de los imperativos sociales que las han materializado. Esta es la causa de que el arte posmoderno glorifique lo popular y el comentario social en lugar de la estética. De allí las constantes bromas visuales carentes de significado de las obras. Kemp afirma así que el arte ha quedado atrapado en el multiculturalismo y en la transmisión por medios de comunicación globales, pasando a identificarse con la publicidad y el valor comercial.
Eduardo Schele Stoller