Benjamin afirmaba que la primera experiencia del niño no es darse cuenta de que los adultos son más fuertes, sino descubrir su capacidad de hacer magia. Según Agamben, esta magia no implica un conocimiento de los nombres, sino más bien perturba y desencanta el poder del nombre. Por eso, los niños se sienten felices al inventar un lenguaje secreto. La tristeza del niño, según Agamben, no proviene de no conocer los nombres mágicos, sino de la dificultad para liberarse de los nombres impuestos.
Esto se relaciona con lo que Agamben llama «parodia». Mientras la ontología establece una relación coherente entre el lenguaje y el mundo, la parodia revela la incapacidad del lenguaje para alcanzar la esencia de las cosas y la incapacidad de las cosas para encontrar su nombre. La parodia está marcada por el duelo, la burla e incluso la lógica del silencio. Sin embargo, a lo largo de la historia, hemos estado condenados a ser prisioneros de las palabras en lugar de seguir el camino de la profanación.
La religión sigue esta misma línea. Agamben define la religión como el proceso de separar cosas, lugares, animales o personas del uso común y transferirlos a un ámbito separado. No solo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene un elemento genuinamente religioso en sí misma.
Un dispositivo que realiza y regula esta separación es el sacrificio. A través del sacrificio, lo profano se convierte en sagrado, se traslada del ámbito humano al divino. Si uno de los propósitos de la religión es mantener la separación entre lo sagrado y lo profano, no busca unir a los hombres con los dioses, sino mantenerlos separados y evitar la profanación.
Eduardo Schele Stoller.
*Reseña del obra Profanaciones
Un comentario sobre “Agamben y la profanación del lenguaje”