George Steiner atribuye a la existencia humana una tristeza fundamental e ineludible, que es la base tanto de la conciencia como del conocimiento. Esta melancolía profunda e indestructible está íntimamente ligada al pensamiento y es propicia para la creatividad y el desarrollo del mismo. Según Steiner, la existencia humana implica experimentar esta melancolía y la capacidad de sobreponerse a ella.
Tradicionalmente, el pensamiento se ha identificado con el ser, lo cual ha sido un axioma que ha sido tanto fuente como límite de la filosofía occidental desde Parménides. Esto significa que, si existimos, no podemos prescindir del pensamiento. Sin embargo, aunque el pensamiento parece ilimitado, lo que está fuera o más allá de él resulta impensable. Según Steiner, esta demarcación mental se encuentra más allá de la existencia humana y solo puede considerarse como una categoría oculta de especulación religiosa o mística, más allá de la comprensión humana.
Steiner sostiene que el pensamiento posibilita el dominio humano sobre la naturaleza y el propio ser, pero al mismo tiempo representa una infinitud incompleta y una contradicción interna sin solución. Nunca podremos estar seguros de hasta dónde alcanza el pensamiento en relación con la totalidad de la realidad. No podemos saber si lo que parece indefinido es en realidad ridículamente estrecho o irrelevante, y si nuestra racionalidad y percepción no son simplemente ficciones infantiles.
Este hecho, que genera dudas y frustración, es también el origen de la tristeza del pensamiento, una condición que parece imposible superar. Steiner destaca que todavía nos acechan restos de lenguajes pasados que tienden a atraparnos en concepciones que ya han sido superadas. Por ejemplo, seguimos utilizando expresiones como «salida» y «puesta» del sol, como si el modelo ptolemaico del sistema solar no hubiera sido reemplazado por el copernicano. Esto demuestra que nuestro lenguaje alberga metáforas vacías y figuras retóricas desgastadas arraigadas en las estructuras y rincones del habla cotidiana. «Dios» es otro ejemplo que se aferra a nuestras rutinas del discurso, convirtiéndose en un fantasma gramatical, un fósil fijado en los primeros años del habla racional.
La sobreabundancia de información secundaria y parasitaria solo profundiza esta crisis del discurso y, por ende, del pensamiento. Steiner culpa en parte al periodismo, que intenta llenar cada grieta de nuestra conciencia al articular una epistemología y una ética de temporalidad efímera, una instantaneidad que iguala todo, donde todas las cosas adquieren la misma importancia y el máximo impacto. Aunque resulte interesante para el espectador, su tono urgente termina por adormecerlo.
Según Steiner, las palabras son meras marcas fonéticas arbitrarias, signos vacíos que carecen de correspondencia con el objeto al que creemos que se refieren, negándonos así la verdadera existencia o esencia. El lenguaje se ha vuelto marchito, convirtiéndose en un cliché y una rutina inerte. Sin embargo, si la verdadera libertad radica en reconocer que las palabras solo se refieren a otras palabras, parece que no nos queda más opción que entregarnos a la banalidad del discurso periodístico, ya que incluso carecemos de criterio para distinguir qué discursos son valiosos y cuáles no. Esta es otra razón para la tristeza del pensamiento.
Eduardo Schele Stoller.
* Reseña de la obra Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005)