Debord y Baudrillard: entre el espectáculo y el simulacro

Debord y Baudrillard: entre el espectáculo y el simulacro

«Se ha derramado el vino de la vida y solo quedan las pozas en la bodega».

Crítica de la separación.

Para Guy Debord todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación. La realidad vivida se halla hoy materialmente invadida por la contemplación del espectáculo, el cual pasa a identificarse con lo real. Esta alienación recíproca es la esencia y el sustento de nuestra sociedad. En el espectáculo -imagen de la economía reinante- el fin no es nada y el desarrollo lo es todo. El espectáculo, afirma Debord, no conduce a ninguna parte salvo a sí mismo, volviéndose así en el principal objetivo de la producción actual. A raíz de esto, el mundo se transforma en meras imágenes, las que, a su vez, pasan a ser vistas como seres reales, promoviendo en torno a ellas un comportamiento casi hipnótico.

En esto debe radicar la fascinación actual por las pantallas, las que contribuyen a un hipnotismo unilateral, no dialógico, pues el espectáculo se constituye allí, destaca Debord, donde hay representación independiente del que representa. La representación nos es dada en el espectáculo mismo para ser gozada por nosotros. Cuando la necesidad es soñada socialmente, el sueño se hace necesario. El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir. El espectáculo es el que vela ahora por ese sueño.

La función del cine, por ejemplo, es presentar una coherencia falsa en vista de evitar la insatisfacción propia de una sociedad donde nos encontramos como personas aisladas en un ambiente de profundo aburrimiento, viviendo una historia que no es nuestra y que no creamos libremente. Es la sociedad la que se transmite a sí misma a través de estos espectáculos, exhibiendo héroes y ejemplos a seguir, en donde quedamos reducidos a la mera contemplación. Sin poder intervenir, hemos dejado que las cosas pasen. Los pocos eventos que requieren de nuestra participación son los que deberían sernos indiferentes. 

Debord afirma que la causa de este espectáculo la podemos hallar en la pérdida de unidad del mundo, esto es, en la carencia de una interpretación común o de un gran relato para dar cuenta de lo que somos y de nuestra relación con el mundo. Al no haber esta unidad -tan propia de la modernidad- entre sujeto y objeto, nos quedamos en la mera representación, la que ha pasado a considerarse como un fin en sí mismo, puesto que ya no hay fines ulteriores que nos permita considerarlas como solo medios o herramientas. Mientras más contemplamos este espectáculo, menos comprendemos nuestra propios deseos y existencia. Los gestos y pensamientos dejan así de ser nuestros, para convertirse en los gestos de otro que los representa para nosotros.

Baudrillard entiende el simulacro también en sintonía con la representación. Si pensamos por ejemplo en las religiones, algunas de estas prohíben las imágenes representativas de la divinidad, no porque no puede hacerse, sino porque al disgregarse en simulacros perdería la instancia suprema de idea pura e inteligible a la que aspira, al hacerse visible el aparato de iconos que la sustenta.

Sin embargo, Baudrillard considera que Dios no ha sido nunca, es decir, que solo ha existido su simulacro, que nunca ha sido otra cosa que su propio simulacro, y es por esto por lo que la religión iconoclasta pretenda destruir cualquier intento de imagen; para no revelar así atisbo de esta ficción. Por contraparte, los iconólatras (adoradores de imágenes) fueron para Baudrillard espíritus más modernos, más aventureros, ya que tras la fe en un Dios -posado en el espejo de las imágenes- estaban representando la muerte de este Dios y su desaparición en la epifanía de sus representaciones, que disimulan el vacío que hay tras ellas.

Pero este no es solo un conflicto propio de la religión, ya que toda la fe occidental se ha comprometido en esta apuesta de la representación. La simulación ha envuelto todo el edificio de la representación tomándolo como simulacro, dándose una transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros, afirma Baudrillard, remiten a una teología de la verdad y del secreto, mientras que los segundos inauguran la era de los simulacros y de la simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que separe lo falso de lo verdadero.

Cuando lo real ya no es lo que era, Baudrillard considera que nace la nostalgia, esto es, pujanza de los mitos del origen y de los signos de realidad, de la verdad, la objetividad y la autenticidad. Se clama por una resurrección de lo figurativo allí donde el objeto y la sustancia han desaparecido, y donde lo único que nos queda es la contemplación de un vacío espectáculo.

Eduardo Schele Stoller.

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