Lo que perturba y alarma al hombre no son las cosas sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas. Epicteto
Ernst Cassirer afirmaba que, en comparación con el resto de los animales, en el ser humano media siempre un sistema «simbólico», condición que nos permite vivir en una dimensión más amplia de la realidad. Mientras que las reacciones orgánicas se basan en respuesta directas e inmediatas ante un estímulo externo, en el ser humano la respuesta es demorada e interrumpida por un proceso lento y complicado de pensamiento.
Es por culpa de esta facultad que no podemos enfrentamos de un modo más directo e inmediato con la realidad, retrocediendo esta en la medida que más avanza nuestra actividad simbólica. Es decir, aunque suene paradójico, mientras más queremos conocer algo, más nos alejamos de aquello. Y es que, en lugar de tratar con las cosas mismas, terminamos conversamos constantemente con nosotros mismos.
Los símbolos se han transformado en formas lingüísticas, artísticas, míticas y religiosas. Todo lo que conocemos se realiza a través de la interposición de algún medio artificial. Es por el simbolismo que ya no vivimos en un mundo de hechos y de necesidades básicas, sino que lo hacemos en medio de emociones, esperanzas, temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, es decir, en medio fantasías y ensoñaciones.
Nuestra felicidad se aleja así en proporción inversa al desarrollo de la inteligencia conceptual, aumentando con ella la capacidad de sufrir con respecto al resto de los animales. Si bien sin el simbolismo nuestra vida sería la de los prisioneros en la caverna de Platón, es con la conciencia que se abre un mundo de progresivo deseo y frustración.
Eduardo Schele Stoller.