Ortega y Bergson: del saludo a la risa

Ortega y Bergson: del saludo a la risa

Ortega señalaba que, en estricto rigor, nuestras prácticas sociales no son nuestras, pues serían más bien frutos de las costumbres impuestas por la tradición, las que pasamos a ejecutar como autómatas sin mayor cuestionamiento.

Uno de estos actos mecánicos es el saludar ¿Por qué saludamos y estrechamos, por ejemplo, la mano? Esta acción tan común tiene un origen extra individual, ya que, al no ser invención nuestra, la realizamos sin mayor conciencia o reflexión. Si solo se quiere hacer aquello que nos sea inteligible, el tener que saludar por obligación al otro siempre nos parecerá algo forzado.

Pero esta práctica, según Ortega, no es del todo irracional. Al dar la mano a otra persona proclamamos que venimos en paz y no buscando el conflicto y esto porque la aproximación de persona a persona siempre puede derivar en una tragedia. Por eso fue preciso inventar una técnica de la aproximación, la que ha evolucionado y simplificado a lo largo de la historia. El saludo, entonces, es la declaración de que vamos a ser sumisos con respecto a los usos de un determinado grupo social. Para constatar esto basta con darnos cuenta de que las primeras palabras que aprendemos de otro idioma son aquellas que tienen que ver con el saludar, con la esperanza de encajar en su propio mecanismo.

A juicio de Ortega, esto demuestra que la vida en sociedad implica un proceso de despersonalización o deshumanización, al primar un mero proceder mecánico. Es aquí donde toma importancia el rol liberador de la risa, la que, a juicio de Bergson, supone algún grado de insensibilidad e indiferencia, en vista de reposar de los condicionamientos y protocolos sociales. Al reírnos logramos romper con las convenciones y requerimientos culturales, invitándonos así a la pereza y al descanso ante la fatiga de vivir.

Si bien para reír hay que encarnar una cierta indolencia, también requiere una renuncia al razonamiento cotidiano. La risa tiene que ver así con el asombro, con lo anormal, con romper o exagerar el sentido común. Pensemos, por ejemplo, en los seres que más ríen; los niños. Para ellos el asombro es permanente. Esta capacidad, producto del hábito, la costumbre y la rutina, se pierde paulatinamente en la adultez. Como sabemos, el cuestionamiento filosófico tiene mucho que ver con recobrar esta capacidad de asombro. El filósofo, a su modo, se ríe constantemente de las arbitrarias convenciones del mundo.

Eduardo Schele Stoller.

 

 

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