En las Meditaciones metafísicas, Descartes afirmaba que sobre el error no puede levantarse el edificio de la verdad. En vista de purificar el pensamiento, propone deshacerse de todos los conocimientos adquiridos y comenzar de nuevo, todo a fin de establecer en las ciencias algo firme y seguro. Se debe rechazar así todo aquello que nos ofrezca duda, centrándonos en los principios de las creencias, puesto que la ruina de los cimientos causará más fácilmente el derrumbamiento del edificio.
Si se trata de dudar, una de las primeras cosas ante las cuales tenemos que hacerlo es sobre todo aquello derivado de los sentidos, puesto que, debido a su constante cambio, usualmente estos nos engañan. Descartes lleva en principio su escepticismo al límite, al postular su hipótesis del “genio maligno”, por culpa del cual debemos suponer todo como un engaño o al menos suspender el juicio, para evitar caer en el error e intentar llegar a la verdad.
Un ejemplo al que alude Descartes para ilustrar el engaño de los sentidos gira en torno a la dificultad para distinguir entre el sueño y la vigilia, pues, efectivamente, muchas veces hemos creído estar despiertos cuando en realidad estábamos dormidos. ¿Cómo saber si en realidad usted, mientras lee este texto, no está soñando? Descartes señala que un criterio para zanjar esto se relaciona con la memoria, pues al dormir no es tan activa en comparación a cuando estamos despiertos. Esto impide que en un sueño podamos seguir una secuencia temporal o lineal de sucesos, tal como ocurre en vigilia.
Otro ejemplo dado por Descartes se relaciona con el fenómeno del «miembro fantasma», dado en personas que han perdido alguna extremidad, pero aun así dicen poder sentirla. ¿Cómo confiar en una facultad que nos hace sentir algo que ya no existe? Por esta razón, para Descartes el conocimiento debe basarse en el entendimiento. De lo contrario ¿Cómo sabemos que una vela (cera) es la misma entidad antes y después de ser expuesta al fuego? Si de los sentidos se tratase, estos nos mostrarían una serie de propiedades discordantes. Es la razón la que nos garantiza así la identidad.
Si nos remitimos a los sentidos, pareciera que lo único verdadero es que nada cierto hay en el mundo. Descartes advierte que aunque seamos constantemente engañados, al menos no podemos dudar de nuestra existencia. En este sentido, el “genio maligno” no podrá hacer que yo no sea, en tanto que piense alguna cosa. De allí que la proposición “yo soy, yo existo” deba ser necesariamente verdadera. Descartes le atribuye así gran importancia al pensar, ya que esta facultad determina nuestra existencia. Yo soy, yo existo hasta que deje de pensar. Llega así a la certeza de que no somos más que cosas pensantes (res cogitans). A esta verdad se llega introspectivamente, esto es, independiente de la existencia de las cosas externas. Es así como esta certeza la obtenemos gracias al uso exclusivo de nuestra razón. Pero aquí llegamos a un nuevo problema. Si yo sé que existo, como humano, porque pienso ¿Cómo sé que los demás piensan y que, en consecuencia, también existen? ¿Cómo distinguir a un humano de un mero cuerpo que imita a un humano en sus acciones y sonidos?
Descartes también nos da respuesta para esto; en la medida en que yo logro dialogar de manera racional con alguna otra entidad, puedo inferir que este posee mente y conciencia. El factor para distinguir pensamiento pasaría así por el lenguaje. No obstante, Descartes no previó que en el siglo XXI tal actividad uno podía llevarla a cabo con máquinas, computadores, programas o aplicaciones móviles ¿Tienen todas estas conciencias? A raíz de esto es que surge la famosa prueba de Turing, la que nos propone que el día en que uno hable con un artefacto y no logre distinguirlo de un humano, habría que atribuirle a tal objeto inteligencia y consciencia propiamente humana.
Pero a Descartes le queda por abordar un tema aún más difícil; el conocimiento de lo externo. Para esto tuvo que dar cuenta de un sustento distinto al pensamiento, ya que este solo garantiza nuestra existencia, no la de los demás entes del mundo ni de su forma. Si, según Descartes, debe haber tanta realidad en la causa como en el efecto, es de la causa desde donde el efecto saca su realidad. Debe haber una primera causa, la cual se constituya como un patrón que contenga toda realidad o perfección, porque, en efecto, nuestras ideas contienen una noción de perfección, pero no podemos ser nosotros mismos, seres imperfectos, la causa de esas ideas. Esto nos lleva a la certeza de que haya otra cosa existente que las origine. Aquella causa es Dios, el que Descartes identifica como una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente y omnipotente, gracias a la cual el yo y todas las demás cosas han sido creadas y producidas. Dios existe por sí mismo, ya que no podría estar, por ejemplo, la idea de la sustancia infinita en nosotros, seres finitos.
Siguiendo este razonamiento, Descartes llega así a una segunda certeza, a la existencia de Dios, cuya idea es clara y distinta, objetiva, verdadera. Si nosotros, seres pensantes, somos efecto de Dios, es necesario que este también tenga este atributo, en base a la tesis cartesiana de que debe haber tanta realidad en la causa como en el efecto. Al ser Dios un ser perfecto, no podemos concebirlo como inexistente, puesto que su no existencia sería un grado de imperfección. Tampoco podemos suponer que nos engañe, ya que también esto es una imperfección. El error o el engaño, no procede así de Dios, sino de nosotros mismos. En particular, se deriva de nuestra voluntad, la que no mantenemos dentro de los límites de nuestro entendimiento, extendiéndola a cosas que no comprendemos, extraviándose y tomando lo falso por verdadero, haciendo un mal uso del libre arbitrio.
El conocimiento del entendimiento debe preceder a la determinación de la voluntad. Debemos dar juicios solo de cosas cuya verdad conozcamos clara y distintamente. Ahora bien, según vimos, para Descartes es Dios quien garantiza un tipo de conocimiento tal, es decir, verdadero. Sin Dios sería imposible saber. Así, la certeza y la verdad de la ciencia dependen del conocimiento de Dios. Sin embargo, si es gracias a la idea de la verdad como lo claro y distinto que llegamos a Dios, pero a su vez es gracias a Dios que podemos concebir lo claro y distinto, ¿No cae Descartes en un círculo vicioso? Esta es una salvedad no menor, pues, en el fondo, la certeza cartesiana descansa en ambos principios. Si estos tiemblan, se amenaza nuevamente todo el edificio de creencias.
Eduardo Schele Stoller.
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